Pienso que la Ilustración y la modernidad de posguerra del siglo XX le deben mucho al ethos del suburbio. Y es que el suburbio no solo es un lugar geográfico, esa es la forma concreta que toma en el siglo XX, ya en épocas anteriores este ethos tenía morada en las reflexiones que contrastaban la vida rural con las nuevas costumbres de la urbe; relatos de viajeros, comerciantes que se nutrían del intercambio entre la ciudad y el campo. La pureza conceptual de la máquina y la integridad de la existencia rural remiten no solo a los pensadores Ilustrados como Rousseau, Diderot o Descartes, pero al mismo Renacimiento, a Brunelleschi, Da Vinci o Miguel Angel. Debo aclarar que mi defensa de la vanguardia no se reduce a la apología del virtuosismo. Para mí este último es acaso una revelación profética. Bien se hace en desafiar la vanguardia solipsista por su realización colectiva.
A veces temo que el habitante rural este condenado a una existencia bovina, un destino absolutamente subordinado a la voluntad del hombre de ciudad. Cómo ignorar el historial de parasitismo, de depredación de las ciudades sobre la producción campesina (alimento y talento humano). Bien parece que la conflictiva relación entre el campo y la ciudad es de nuevo el lugar histórico del colonialismo, la ciudad-estado. Y es que en lo cultural la asimetría es abrumadora; si acaso el citadino consume cultura rural lo hace bajo la ironía kitsch o la nostalgia, nunca como sentimiento de vanguardia y mucho menos de irreverencia. Pero la población rural no siempre ha sido víctima, también ha tenido su momento de victimario, al menos eso es lo que sugiere la idea del fascismo como proyección (modernidad) del ethos rural. Pienso en Heidegger y su vulnerabilidad al encanto fascista; pienso en Mao y su socialismo de sello campesino; pienso en Charles Fourier, de quién Vargas Llosa hace un magnífico recuento I, II; o en ejemplos más recientes como el cinturón bíblico (Bible Belt), parte de la base social de la dinastía Bush. En general la población rural es aún una parte importante del conservadurismo político de muchas naciones. Pero hay que desconfiar de la desconfianza a la modernidad provincial que despiertan las vanguardias planeadas. Esos maosimos terminan por implantar solo simulacros de la vida campesina. También hay que desconfiar del mercado que presenta al campesino como un consumidor de nostalgias (el hombre Marlboro y sus reencarnaciones). Es precisamente la vanguardia colectiva, la promesa no cumplida de la posmodernidad.
Ya se me antoja percibir un incipiente conservadurismo en los habitantes de la metrópoli, que en su turbulento amor por la gran ciudad se vuelven autoreferenciales. Finalmente han encontrado su tierra prometida. Cierran sus ojos o simulan estar abiertos bajo esa digestión de lo rural que es el exotismo. Mientras tanto el ciudadano de la provincia tiene el problema opuesto, es vulnerable a toda influencia, incapaz de desarrollar su propia narrativa. Pero hablar de enamorados de la metrópoli tal vez solo aplique a citadinos de primera generación. ¿Cómo evolucionan las figuraciones de la ciudad a través de las generaciones? Esa ya es otra historia, como también la de narrar los diferentes cosmopolitanismos, porque esta el de marineros, de pioneros y funcionarios imperiales, de inmigrantes económicos y exiliados políticos, de nómadas y errantes, eruditos de la tradición intelectual y hasta de la más moderna cultura popular (esa libertad que aprendió a cabalgar las balas sentada en un sillón).